Dalí

«Nos adentramos en la tundra rusa, en busca del mito, el susurro que corría por la sangre de los ancianos pobladores nenets.

Susurros de una sombra que se movía entre los árboles, custodiando el corazón de la tundra congelada. El gran espíritu devorador de hombres, que concedía sabiduría y sanación sólo a las mujeres dignas.

Habíamos sido invitados, pero ninguno de los que formabamos parte del escuadrón, fuimos realmente preparados.

Nuestros radares dejaron de funcionar, así como las comunicaciones, a medida que nos adentramos en la tundra. Los árboles comenzaron a hacer sonidos extraños, crujiendo y moviendo sus raíces suavemente. Lo sabíamos, estabamos siendo observados.

-¡Mantengánse alertas! – espeté a mi equipo, mientras nos dividíamos para acaparar más territorio. Nos dirigíamos al corazón mismo, donde yacía el arbol más antiguo, el primero nacido en la tundra. La nevada comenzaba a cesar, cuando se escucharon gritos y disparos. Comencé a correr en dirección de donde provenian esos gritos.

Rastros de sangre, la pistola destruída en el piso, mezclada con nieve y barro.

El sonido venía desde mis espaldas ahora, como un ciseo constante. Giré mi cabeza lentamente y allí estaba mirandome fijamente, la guardiana del árbol primogénito.

Una enorme serpiente, del tamaño de una locomotora, y con la longitud de 12 vagones. Antes de darme cuenta, todo su cuerpo formaba un amplio círculo a mi alrededor. Su piel era negra, con un brillo verde brillante, y ojos color amarillo profundo, clavando sus pupilas en mi, mientras erguía su cabeza.

Solté mis cuchillas, y levanté mis manos.

-¡Vengo en nombre de Su Santidad! – grité.

La serpiente levantó su cabeza bruzcamente, como si hubiera escuchado el nombre de una presa interesante.

-Buscamos su sabiduría, creemos que Su Santidad corre peligro.

-Los humanos no son bienvenidos aquí…..- se escuchó eco de una voz entre los árboles.

La serpiente arremetió con todo hacia mi, comencé a correr por mi vida, sin rumbo fijo. La bestia se movía con soltura entre los arboles pese a su tamaño, como si éstos se movieran para cederle paso.

De repente algo agarró mi tobillo y me lanzó por los aires, quedando colgado boca abajo. Intenté alcanzar mi pierna, una rama se había incrustado en mi carne y me aferraba con fuerza. Lancé un grito ahogado de dolor, no podía soltarme.

El arbol que estaba frente a mi era inmenso, pude reconocerlo de inmediato, era el árbol primogénito. Rodeado por una luz verde, su tronco cubierto de raíces, sus raíces cubieras de hojas verdes brillando en la tierra, su copa no tenía fin.

Las raíces del tronco comenzaron a moverse, y el rostro de una hermosa y palida mujer se dejó entrever, mientras su torso se acomodaba saliendo de las raíces.

-Humano…has servido bien a tu causa, pero lo que buscas no puede ser encontrado. Su Santidad no puede ser salvada. Este es el resultado de vuestra propia creación.

-Dalí…-susurré- Ella al escuchar su nombre cerró sus ojos, como si algo en su cabeza la hubiese aturdido.

-He tenido muchos nombres, joven guardián. aún no es momento para mi, de abandonar este lugar. Hay mucho por hacer, hay mucho que debe suceder. Tu rey está en manos ahora del ángel vengador.

-¿Mi rey?- pregunté con incordio- Estamos hablando del Papa, la cabeza de la Iglesia, el emisario de Dio..

-¿EMISARIO?-Gritó la mujer, mientras la tierra temblaba y las ramas se incrustaban más en mi tobillo- Hace tiempo que el mensaje de Dios ha sido manipulado por tu institución ¿Acaso no es como los reyes de antaño?. Tu Papa morirá en pocos días. No hay cura a la que acceder, no existe antídoto para la traición humana.

La rama me soltó y caí con un ruido seco en el suelo. La mujer salió del arbol, desnuda, se acercó a mi tomando mi tobillo con sus manos. Sus ojos color jade me hipnotizaron.

-Duerme, joven guardián- susurró ella con dulzura- no hay respuestas aquí para ti. Puedo sentir tu pesar, tu dolor, liberate de todo eso, duerme-

Caí en la profunda y apacible oscuridad, cuando desperté, estaba junto a mis compañeros, tirados en el suelo al costado de una carretera, a kilómetros de distancia de la tundra.

El 2 de Abril del 2005, algunos días después, fallecería Su Santidad Juan Pablo II»

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